viernes, 19 de febrero de 2010

Calígula o el Imperio del Nihilismo. Abraham Galarza Cid

Al gobernante Calígula el poder parece darle una libertad ilimitada: vive en incesto con su hermana Drusila, y ello le es tolerado. Su vida transcurre en la total despreocupación.
Pero un día muere Drusila y ello lo perturba, trastoca la certeza en la que había vivido hasta ese momento. Quién era su felicidad se ha desvanecido, lo que más quería ha desaparecido para siempre.

Calígula es de esos hombres que no se fían en un consuelo ultraterreno, por ello la muerte aparece como muerte total.

Y, pese a todo el poder que dispone como gobernante, no puede alterar esa condición. El mundo en que había encontrado, hasta ese momento, la felicidad, de pronto se muestra insuficiente para afrontar esa verdad, pues no ofrece soluciones o respuestas satisfactorias a este asunto. Más bien, su mundo elude pensar esos temas. Por esto “los hombres mueren y no son felices”
El mundo que antes habitaba Calígula, es un mundo de seguridad que entiende la vida como una generalidad: no viven en ella individuos finitos, sino una vida abstracta, la del imperio. La situación de Calígula es la misma de todos los ciudadanos del mundo: los individuos perecen, las sociedades viven.

El orden social depende de que ellos renuncien a considerarse como algo valioso e insustituible. Pero la muerte vuelve a poner, con su sola presencia, este asunto en primer plano. Si los seres humanos tuvieran plena conciencia de su situación, la vida se tornaría imposible, es decir, la vida en la seguridad.

Para que un mundo de seguridades se sostenga, se ha institucionalizado de tal manera que, los intereses humanos giren alrededor de generalidades, por ejemplo, sus tesoros y riquezas.
A pesar del dolor y las penas producidas por la muerte, los humanos dedican muy pronto sus energías y pensamientos a sus negocios y diversiones, la sangre que nutre la vida general.
Calígula, con tremenda lucidez, cae en la cuenta de que esta situación de muerte total es, ni más ni menos, que nuestra naturaleza, y por eso es imposible de desaparecer. Siendo él la personificación de todos los poderes humanos, ni con todos ellos puede cambiar el orden de este mundo. Por eso esta verdad se torna insoportable.

El orden del mundo de las seguridades, se encuentra fundado en la simulación, y para acabar con él, Calígula no hará más que seguir la lógica en que éste se basa. Al ser desplazado el problema esencial, y ser sustituido por asuntos generales, éste se degrada: la vida humana nada vale frente a los intereses generales. Las ejecuciones de ciudadanos, que ordena el emperador, son el hecho que otorga fuerza a esta verdad de Estado.

Calígula, frente al problema fundamental de los seres humanos, no toma una actitud pasiva, sino de rebeldía: buscará hacer algo que trastorne el sentimiento de impotencia frente a los absurdo, que expresa como “la necesidad de lo imposible”, representado por su voluntad de poseer la luna, una idea descabellada que no pertenece al orden de este mundo.

Pero Calígula, además, quiere que los hombres vivan en la verdad, lo cual significa vivir con lo absurdo. Cree tener los medios para hacer llegar esta verdad a los demás. Si no hay una fuerza superior a los seres humanos, entonces nuestra libertad no tiene límites. El poder sirve para dar oportunidad a lo imposible. Su intención es pedagógica; su método será alterar el orden racional del mundo, poniendo en un mismo plano lo bueno y lo malo, la risa y el llanto, pues, una vez puestos en la misma dimensión, pierden todo sentido. De esta manera arroja a los humanos a repensar los auténticos problemas humanos, dejando de lado los sucedáneos de respuesta a estas interrogantes.

Calígula toma el lugar que no han ocupado desgracias naturales o sociales. Es la peste que hace cobrar conciencia de que todo ser humano es un condenado a muerte, un condenado sin culpa. Revela el sentimiento de lo absurdo. Se hace odiar, no tanto por la violencia con que ejerce su oficio, sino porque hace dudar de la certeza en la que vivimos los hombres.

El maestro Calígula los instruye en la verdad de este mundo, que consiste en no haber verdad, obligándonos a buscar una nueva fuerza que nos permita vivir con esta carencia. Con esto nos libera de cualquier clase de dios, sea trascendente o inmanente. Así, nuestra libertad, a pesar de la muerte, adquiere mayores proporciones: se descubre al ser humano en su auténtica dimensión.

Pero, en el transcurso de la historia, sólo dos hombres pueden entender al actuar de Calígula: Escipión, el poeta del Canto a la Muerte, y Quereas, quién está convencido de que a pesar de sus simulacros, es mejor vivir en un mundo artificialmente racional, y no en el abismo. Es la piedad y no el odio lo que lo mueve a actuar contra Calígula.

A las demás personas únicamente les importa el vencimiento de su vanidad: su orgullo de nobles pisoteados, es lo único que pueden ver, con pena, cómo se va perdiendo. A estos hombres no les importa si el mundo tiene o no un orden racional, ante el temor y cobardía frente el poder, realizan actos poco dignos, pero no se atreven a la rebelión. Sólo les interesa la conspiración como una forma segura de reinstaurar el orden anterior y, así, poder seguir disfrutando de sus riquezas. A ellos los tiene sin cuidado todo asunto humano. En realidad ellos son los auténticamente deshumanizados, pues la violencia de Calígula sólo asume el rostro del destino.
El fin de la vida artificial y abstracta, cuando surja otra en la que podamos convivir y soportar lo absurdo de nuestra existencia se ha aplazado, pero no desvanecido. Calígula grita al ser asesinado “¡Todavía estoy vivo!”

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Albert Camus: Calígula, Madrid, Alianza

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