martes, 28 de octubre de 2025

LA MUERTE NO NECESITA PERMISO Una reflexión filosófica-cultural sobre la muerte Abraham Galarza Cid

 


Profesor de tiempo completo. Universidad Intercultural del Estado de Puebla- Plantel Sur Tlacotepec de Benito Juárez, Puebla.

 

Resumen: en este trabajo presentamos una reflexión filosófica sobre un tema profundo y universal: la muerte. A partir de algunas preguntas detonadoras se indaga sobre lo que sucede con nosotros después de la muerte, qué es nuestra conciencia y si esta tiene una cualidad que sobreviva a la muerte; la razón de que la muerte sea un acontecimiento tan doloroso, y si ésta le da o le quita sentido a la vida.

Palabras clave: Conciencia. Lenguaje. Duelo. Sentido de la vida. Filosofía de la cultura.

 

Introducción

La muerte es uno de los grandes enigmas de todas las tradiciones culturales, no solo de la filosofía, todas las religiones, y misticismos de toda índole han dado respuestas a ésta; la filosofía, en cambio, generalmente hace más preguntas que ofrecer una respuesta.

En este trabajo haremos lo mismo que esas tradiciones: dar respuestas basadas en el análisis filosófico, claro, generando primero unas preguntas, quizás nada originales, circulan en los mundos académicos, pero también en el sentido común en la vida cotidiana, y merecen la pena ser contestadas, preguntas apremiantes que yo mismo me hacía antes de adquirir mi formación filosófica, al igual que otras personas que no cuentan con las herramientas de estas disciplina, por lo que no puedo desaprovechar la oportunidad de darme una respuesta.

La muerte está entrelazada con nuestras creencias religiosas y teorías filosóficas acerca de nuestra mente y de nuestra alma (si es que son los mismo), pues, aunque es evidente que cuando morimos como cuerpos nos desintegramos; aquello que nos hace pensar, lo que nos da nuestra identidad individual, nuestra voluntad y libertad, aseguran muchos, es capaz de sobrevivir a la muerte.

Para tratar estas interrogantes y otras más, haciendo eco de la celebración mexicana del “día de los muertos” del mes de noviembre, presentamos este ensayo. Desde nuestra perspectiva filosófica y personal enfrentamos el gran interrogante, desglosado en otras incógnitas relacionadas:

1.     ¿Podemos saber qué sucede con nosotros después de nuestra muerte?

2.     ¿Qué es nuestra conciencia o qué somos como sujetos pensantes? ¿hay algo sobrenatural en esta que le permita sobrevivir a nuestra muerte?

3.     ¿Por qué el fenómeno de la muerte, propia o de alguien cercano nos genera tanto dolor? ¿es posible aceptarla sin este trance amargo?

4.     ¿La muerte le da significado a nuestra vida o la hace carente de éste?

A continuación, ofrecemos nuestra reflexión a estas cuestiones

 

1.     ¿Podemos saber qué sucede con nosotros después de nuestra muerte?

Me gustaría aludir al criterio de demarcación del positivismo lógico y del racionalismo crítico, así como al primer Wittgenstein cuando afirma en su Tractatus: “La muerte no es un acontecimiento de la vida” (6.4311), (Wittgenstein, 1975): En primer lugar, no hablamos de nuestra descomposición orgánica debajo de una tumba o en un horno crematorio, sino de un tipo de vida y existencia posterior a la muerte. Todo lo que podemos decir que sucede con nosotros después de nuestra muerte no es más que pura especulación, imaginación o deseos sin ningún asidero, pues no tenemos ninguna certeza de que nuestras afirmaciones sean verdaderas o falsas. Es decir, son enunciados que no tienen condiciones de verdad.

Por otro lado, como Popper propone (2008), ante toda conjetura debemos aplicar el principio de falsación, y nos percatamos de que afirmar que podemos saber qué sucede con nosotros después de nuestra muerte, es una conjetura imposible de falsear, ya que no aluden a ningún lugar al que tengamos acceso, por ende, son imposibles de operar sobre sus condiciones para saber si resisten la prueba de la verdad que es la falsación.

El primer Wittgenstein dijo: “de lo que no se puede hablar, hay que callar” (6.54/7) (Wittgenstein, 1975). Es decir, si lo que nos interesa es determinar la precisión de la descripción de este acontecimiento, y no su valoración moral; entonces es imposible saber qué ocurre y no podemos decir nada, pues nuestro equipamiento cognitivo, como bien la sabia Kant, no puede rebasar las condiciones de nuestra experiencia física para describir acontecimientos en espacios públicos. Esto es aceptable si estamos jugando el juego de la descripción de realidades.

Alguien puede objetar que esto es arrogancia intelectual y que nuestra racionalidad no es capaz de atrapar todo, pero tal objeción sólo está aplicando la falacia del argumento ofensivo, y no hay tal arrogancia, pues se enfatiza con mucha humildad los límites de lo que podemos conocer.

Por otro lado, estos planteamientos, por supuesto, no van a acabar, ni pretenden censurar los relatos que tratan esta situación. Es parte de los temores humanos insolubles y seguirá existiendo la pregunta, pues cada uno de nosotros se enfrenta al problema de la extinción de su persona; además, porque nuestro equipamiento cognitivo no solo mira fuera de sí, sino también dentro de sí, y ahí, en nuestros mundos privados, la imaginación, la poesía, la metáfora pueden darnos la inmortalidad y escenarios posibles en los que encontramos una respuesta individual para esa pregunta tan angustiante.

Finalmente, como Blaise Pascal (Pensamientos. III, §233) (1986), podemos jugar una apuesta, pensando que es mejor creer (si existe, ¡ganas el cielo!; que no creer (si no existe, no pierdes mucho); creer que existe algo después de nuestra muerte; y en ese escenario al que apostamos que existe, imaginamos que seguimos “viviendo” de alguna manera, junto con todo lo que amamos en esta vida.  Esta postura es, como decimos los mexicanos, “echarse un volado”, lo cual, presupone lo que hemos mencionado antes: es imposible obtener una respuesta plenamente clara e indubitable ante esta interrogante; Así, podemos optar por tomar una postura crítica y aceptar que no hay respuesta, o suponer que nuestra imaginación tiene al menos una probabilidad de estar en lo correcto y así ponerle morfina a esta pregunta tan dolorosa e inquietante.

 

2.     ¿Qué es nuestra conciencia o qué somos como sujetos pensantes? ¿hay algo sobrenatural en ésta que le permita sobrevivir a nuestra muerte?

En primer lugar, somos seres naturales que han emergido de un largo proceso evolutivo que no nos ata a ningún nicho ecológico especifico y especializado, pero que tiene como condición, para sobrevivir en la adversidad y en una diversidad de esferas de la naturaleza, sustituir con nuestra cultura y herramientas aquello que no nos dio la naturaleza.

Necesitamos un cuerpo protegido y alimentado con equipamiento cultural para sobrevivir; para lograr esto, hay otra condición que nos sitúa en un espacio que ya no es la naturaleza, el mundo social: nos enfrentamos a la naturaleza para obtener nuestra supervivencia no de manera individual, sino colectiva y lo hacemos a lo largo de la historia.

Para convertirnos en un sujeto colectivo e histórico necesitamos un vínculo que nos aglutine como una colectividad que trasciende las individualidades y las generaciones; el lenguaje es ese vínculo que nos une como un sujeto colectivo, y une a todas las generaciones de humanos en el tiempo.

Tenemos una fuerza creativa y constructiva similar a la de una colonia de hormigas. Una hormiga es indefensa como individuo; es su comunicación química la que la convierte en parte de un ser más poderoso: el hormiguero. (Maturana y Varela, 1990).

Esta conexión entre los individuos, como entre las generaciones es difícil de identificar porque careceremos de una conciencia histórica: el individuo no percibe esa voz que le habla para sí mismo, como lenguaje, sino como una voz sobrenatural que habita dentro de sí y le llama “su mente”; no se percata que piensa en un determinado idioma y que usa herramientas culturales con significado convencional, los símbolos del lenguaje, para definirse a sí mismo. Eso, por ejemplo, es lo que le pasa a Descartes. Wittgenstein señalo ya la imposibilidad de un lenguaje privado (1988), el lenguaje puramente mental o “mentalés”, cuando en realidad hemos interiorizado un lenguaje que obedece a reglas sociales públicas, que permiten vincularnos y coordinarnos, que se generó anónima y colectivamente a lo largo de la historia.

Este lenguaje se puede usar para hacer descripciones de nuestra experiencia que transcurre en la historia de nuestro desarrollo individual, (Maturana y Varela: 1990), posibilitando darnos una identidad continua a lo largo del tiempo en diversos contextos al que llamamos “nuestro yo”.

 Un “yo” es, originalmente, una partícula gramatical, un turno para hablar, y cuando escuchamos somos un “tu”; ese “yo” que se genera en una interacción social, gracias al lenguaje, cuando la interiorizamos, lo pensamos bajo una metáfora ontológica que convierte al “yo gramatical” en un “yo sustancial”; aunque consideramos que es una sustancia distinta al mundo material y por eso no se puede degradar como todo lo que pertenece al mundo físico.

Ese “yo gramatical” es el protagonista de todas las narrativas que dan cuenta de nuestra historia de interacciones en el mundo social o en nuestro mundo de experiencias particulares; podemos inventar narrativas donde seguimos siendo los protagonistas de aventuras en un mundo no físico situado más allá de nuestra vida y convertirnos, en esa historia, en seres sobrenaturales que sobreviven a la muerte. 

Así, pues, considero que lo que nos hace pensar, lo que nos hace “sujetos”, no tiene nada de sobrenatural; lo que llamamos conciencia es el lenguaje que describe nuestra experiencia interior, existe bajo ciertas condiciones mientras pertenecemos al mundo social, pero, en cuanto dejamos de pertenecer a este mundo, con nuestra muerte, el proceso se termina, pues carece de sentido ejercer  un lenguaje cuando dejamos de ser personas y nos convertimos en cosas y no nos vinculamos ya más a los otros humanos. 

Nuestra voz habla gracias a nuestro cuerpo, nuestro sistema fonador que usamos simultáneamente para alimentarnos y respirar es una máquina de hablar, no podemos tener conciencia sin cuerpo y sin pertenecer al mundo social y la cultura:   estas dos fuerzas han domesticado a nuestro cuerpo para hacerlo hablar.

Hagamos un breve experimento: pensamos en algo, en silencio, coloquemos nuestra mano con el dedo pulgar e índice sobre nuestro cuello mientras pensamos en silencio: nuestro aparato fonador sigue cumpliendo rigurosamente en silencio las reglas fonéticas.

 Pasemos ahora al interior de nuestra boca, continuemos usando nuestra enigmática mente para continuar pensando, y simultáneamente focalicemos cómo nuestra lengua se coloca en distintos puntos de nuestra cavidad bucal, articulando los silenciosos sonidos de la voz que vive en nuestra mente. Nuestra supuesta alma, no puede prescindir del trabajo del aparato fonador: aun en silencio vibra y articula ligeramente con cada palabra de “nuestra mente”

3.     ¿Por qué el fenómeno de la muerte, propia o de alguien cercano nos genera tanto dolor? ¿Es posible aceptarla sin este trance amargo?

Para dar respuesta a esta interrogante considero dos condiciones, una biológica y otra social:

Una condición biológica evolutiva que hace a los seres humanos sufrir sus pasiones de forma desmesurada, hybris o desmesura lo llamó Edgar Morín   en su obra “El método: las ideas”, retomando el termino griego para desmesura; el placer, el dolor, la ira, la risa se desbordan en los humanos, mientras que en otras especies cuando llega la muerte, de sus críos por ejemplo, inmediatamente se ocupan de continuar en su lucha por sobrevivir con los que quedan vivos y garantizar la continuidad de la especie.

Con nuestra condición de hybris, todas estas emociones nos llevan frecuentemente a los límites de la locura, se dilatan en intensidad y duración. Y el dolor por la muerte no es la excepción. Nuestros rituales que honran al muerto sirven para mesurar nuestras emociones y dolor. 

Por otro lado, y como parte de esta misma dimensión biológica, la desmesura es una estrategia necesaria para la supervivencia en el mundo natural, que permite que unos pocos vivan ante la muerte de muchos otros (Morin, 1992).

Las amenazas para la supervivencia exceden en cantidad y poder a cada individuo viviente, el nacimiento de pocos sería fatal para cualquier especie. Como contrapeso el nacimiento desmesurado de individuos de la misma especie posibilita que algunos sean afortunados en sortear las amenazas contra su vida.

Peces y anfibios ponen millones de huevecillos, millones de semillas y polen son producidas por plantas, al igual que millones de espermas y cientos de óvulos derrocha la naturaleza para que sólo unos pocos afortunados vivan, como si la naturaleza jugara una extraña lotería.

Los animales viven en un universo natural, en dónde no hay memoria, calendarios, ni tiempo, aunados a una conciencia de estos elementos, es decir que nosotros vivimos en universo simbólico y eso hace a la muerte muy compleja: la muerte humana tiene un significado cultural, que nos hace tener una conciencia anticipadora de lo inevitable y una memoria que conserva a sus muertos y al dolor por su partida, lo que nos lleva a temerle como a ninguna otra cosa en el mundo y rechazarla radicalmente. No hay muerto que no se llore, que no duela, no nos consideramos como solo un huevecillo o semilla dilapidada e irrelevante, perdida para siempre.

Además, el significado social y cultural de la muerte se relaciona con la organización económica política, así como de las ideologías y narrativas que sustentan el diario vivir de esas sociedades.

Así, vivir en una sociedad moderna capitalista extremadamente individualista, secular y desencantada, hace del dolor por la muerte de un ser querido un problema subjetivo y privado, sin ningún acompañamiento social y, por tanto, carente de solidaridad y de empatía. Como este orden social no se quiere cambiar, el dolor que sentimos por la muerte de nuestros seres amados se patologiza y medicaliza, y se trata como un asunto privado, que un experto debe ayudar a resolver lo más pronto posible para reincorporarse al mundo productivo donde, supuestamente lo normal es la alegría y la felicidad en todo momento.

En otras sociedades más tradicionales y de vida comunitaria, la vida y la muerte de sus miembros es un asunto que involucra a todos. Por ejemplo, en algunos lugares de Oaxaca el casarse es un asunto de toda la comunidad, debes tener todo lo necesario para tu vida de casado con el apoyo de todos: con padrinos de refrigerador o de comedor.

La muerte no es un asunto diferente: todos llegan a rezar, cocinan, se despiden del difunto y después de su inhumación, durante días, meses o años, continúan los rituales fúnebres. Estos rituales hacen que la muerte se vea como un acontecimiento necesario del ciclo de la vida, en el que los otros “te acompañan en tu dolor” y dan entereza ante lo inevitable.

 

4.     ¿La muerte le da significado a nuestra vida o la hace carente de éste?

Retomare uno de los versos del poema “La prosa de la calavera” de José Emilio Pacheco: “Gracias a mí todo es inexpresablemente valioso porque todo es efímero y jamás se repite” (1983).

Desde que nacimos estamos sitiados por la muerte, cualquier paso en falso nos puede regresar a la nada: una enfermedad, un accidente, un descuido idiota, pasar por donde no deberíamos, o una conspiración contra nuestra vida.

Elaboramos planes proyectándonos al futuro tratando de evadir este estado de sitio, para asegurarnos un futuro en el que hayamos superado carencias y necesidades que constantemente nos amenazan, pero, al final, como bien lo sabe Heidegger, nada garantiza que se cumplan; pensar en el cumplimiento puntual de nuestras metas es un sueño que vivimos despiertos, hace que nuestra vida parezca asentada sobre un suelo solido; y nos hace olvidar, o esconder nuestra clara conciencia de nuestra finitud, y eso parece hacernos felices.

Por otro lado, nosotros somos parte de un proceso vital que nos trasciende, un paso necesario dentro de éste, pero cuya huella parece borrase muy pronto. La vida es mantener un continuum en el tiempo, en el que cada uno de nosotros pasa a integrarse al todo del fluir de la vida, para luego pasar a la sombra una vez que hayamos hecho nuestra contribución; por eso no trascendemos como individuos más allá de este proceso.

Los significados sociales para la muerte son muy importantes para saber si la vida tiene o no un sentido.

En la cultura individualista y capitalista actual, en la que el significado de la vida sólo se enfoca en nuestro ego y sus circunstancias más inmediatas, la muerte es completamente absurda por que, para esta cultura, todo lo valioso comienza y termina con el individuo. Para el individualismo “lo mío”, cuando pasa a otras manos sin ganancia alguna es una desgracia.

Para una perspectiva enfocada en la totalidad del devenir, la herencia cultural que recibes, incrementas, innovas y das en herencia a las siguientes generaciones, es una de las cosas más dichosas, pues te realiza más allá de los límites de tu tiempo.

Lo anterior no minimiza el sufrimiento, el sacrificio y el dolor que experimentan las personas como individuos por su contribución a la realización de sí mismos y en especial de los demás. El dolor es uno de los costos de nuestra pequeña felicidad. Lo que subrayamos es que nuestra muerte en esta segunda perspectiva cultural no es absurda, por su contribución al mantenimiento de la vida del todo.

Por otra parte, cada individuo es un universo por sí mismo, intenso en vivencias, emociones, significados, creatividad y pasiones, pero el cual, algún día tarde o temprano, acaba por colapsarse. Pero si el significado de nuestra vida estuviera tan solo en nuestra individualidad, efectivamente seriamos un “ser-para-la-muerte”.   Al respecto dice José Emilio Pacheco en su poema “Jardín de niños” (1984), con lo cual concluimos este trabajo, tomando este poema como una postura nuestra:

“Pero que importa esa agonía

Si te derrumbas, si te mueres

Habrá otro siempre

Para acabar cuanto empezaste

Nada es inútil,

Tu misma muerte

Transmitirá la vida a quienes lleguen

El mundo

No morirá (lo sabes)

Cuando te extingas.”

 

 

 

 

 

 

Referencias bibliográficas

Maturana, H. y Varela, F. (1990). El árbol del conocimiento: Las bases biológicas del conocimiento humano. Editorial Debate.
Morin, E. (1992). El método: Las ideas (Vol. 4). Ediciones Cátedra.
Pacheco, J. E. (1983). Los trabajos del mar. Ediciones Era.
Pacheco, J. E. (1984). Fin de siglo y otros poemas. Fondo de Cultura Económica.
Pascal, B. (1986). Pensamientos. Alianza Editorial.
Popper, K. R. (2008). La lógica de la investigación científica. Editorial Tecnos.
Wittgenstein, L. (1975). Tractatus logico-philosophicus. Alianza Editorial.
Wittgenstein, L. (1988). Investigaciones filosóficas. Editorial Crítica.

 

 


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